25.6.15

Notas de Campo: Sexta entrega

Martínez Estrada sobresale, fundamentalmente, como autor de ensayos. Y su obra literaria aparece, en el recuerdo, en general en un segundo plano. Pero la obra literaria de Martínez Estrada no es una obra menor. Tiene relatos y nouvelles que son de una densidad notables (Marta Riquelme, “La inundación”, por ejemplo) y en las que, en alguna de ellas, la mirada política y filosófica que sostiene en sus ensayos encuentra en la ficción su encarnadura.
Por esto mismo, las fronteras de género siempre fueron difusas en su escritura. Radiografía de la pampa puede pensarse –pasado el marco de época, es decir, lo que sostiene al texto– como una novela fantástica. El espacio de la pampa, las ciudades imaginarias, ese halo que viene del campo – como un fantasma – para acechar a las incipientes urbes. Y, a su vez, Marta Riquelme, ese prólogo infinito a un libro perdido, puede ser pensado como un perfecto ensayo literario.
Si Radiografía de la pampa indaga en las contradicciones que fundan la realidad nacional, el otro gran libro, La cabeza de Goliat, estudia de un modo minucioso las mutaciones que va viviendo la ciudad de Buenos Aires en las décadas del treinta y comienzos del cuarenta. Hay en ese libro un capítulo, se llama “Regreso”, en donde Martínez Estrada registra la llegada de un tren a la ciudad. Un tren cargadísimo. “Es una masa informe” la que llega. Llegan después de un fin de semana al sol – imaginamos en el Tigre –, “son un montón de escombros humanos expelidos como bolos fecales de los coches”. Así caminan por los andenes para, después, perderse en la ciudad y quedar invisibles durante la semana.
Ese es el modo en que Martínez Estrada dibuja a los nuevos habitantes de la ciudad. Aún no ha surgido el peronismo y Martínez Estrada se pregunta –la misma pregunta se hará el Dr. Hardoy en “Las puertas del cielo” de Cortázar– “¿quiénes son?, ¿a qué ciudad pertenecen?” La invisibilidad de los que, unos años después, serán narrados en “Sábado de gloria”, ahora se desparraman “como miríadas de termitas” por la gran urbe. Esos extraños serán el humus para la escritura que roza, por momentos, lo fantástico.
Como en Simmel –Martínez Estrada es un gran lector de Simmel– surgirá en esos años en Buenos Aires una nueva idea de soledad. No es la soledad rural, la infinidad de la pampa acechando al sujeto; ahora se trata de la soledad fragmentaria –la noción simmeliana de urbanita– que recorre los cinematógrafos, los edificios gigantes, el ruido bestial. Hacia el final del artículo, la mano del escritor, e incluso del poeta –ese primer género que exploró Martínez Estrada, el amigo de Lugones– es la que se impone. Por eso mismo, el efecto de haber leído, no una crónica sino un cuento fantástico, o mejor un ensayo fantástico, regresa con fuerza.
No habría que hablar, entonces, de ensayo y de ficción en Martínez Estrada sino que todo funciona como un continum en donde el desplazamiento, a veces, es minucioso. El ensayo y la ficción como recursos emparentados. Pero, a pesar de eso, es, sin dudas, la materia de ficción presente en la escritura de Martínez Estrada la que termina, finalmente, imponiéndose. Porque esa materia de ficción permite que la escritura se libere no sólo de la estructura teórica – las ideas y sus métodos –, abriéndose así a nuevos sentidos, sino también al encuadre de su época.

11.6.15

Notas de campo: Quinta entrega

La escritura de Alfredo Gómez Morel se funda sobre una vida negada y perseguida. Gómez Morel tiene algo de “El Niño Proletario” de Lamborghini pero, a diferencia de Stroppani, hará sonar, de a poco, su propia voz. Es el desplazado que cuenta.
Gómez Morel escribe desde la cárcel de Valparaíso su libro más famoso, El Río, publicado en 1962. La solapa, esa forma de reproducir mitos, dice que estuvo preso más de doscientas veces y que fue custodio de Perón en la década del setenta, un dato, por otro lado, incomprobable. Luego de El Ríoescribió La Ciudad y El Mundo componiendo una trilogía autobiográfica.
El río es el Mapocho. Ese hilo de agua, oscuro, que baja de las montañas y atraviesa a Santiago de Chile. Pero el Río, así, con mayúsculas es también un espacio de contención para los pelusas que, poco a poco, irán filtrándose en el mundo de la delincuencia. Gómez Morel en El Ríocuenta, entonces, su vida. La vida de un chico que fue despreciado y golpeado por una madre prostituta; internado en un colegio de curas y abusado por los curas; y que elige huir de toda esa violencia para vivir a orillas del Mapocho.
El Río se inscribe dentro de un realismo anacrónico para los años sesenta, un realismo que responde más bien a la estética de los años de infancia de Gómez Morel, es decir, la década del veinte y del treinta. Años en los que el hecho de ser delincuente o “lanza” implicaba una ética semejante al modo de ser de los malandrines que describe muy bien González Tuñón en sus poemas. La escena final de El Rio, el encuentro con el nazi y lo que piensa Gómez Morel es un buen reflejo de esa ética. Eso es, precisamente, lo que distancia el mundo de “El Niño Proletario” del modo en que se narra la marginalidad en El Río. La escritura clara, inocente, por momentos folletinesca de Gómez Morel, nostálgica, contrasta bien fuerte con esa lengua sucia de Lamborghini. Pero lo que tiene Gómez Morel de Stroppani es lo vivido. La humillación entre los humillados y la violencia de los poderosos. Todo eso recae sobre el cuerpo del niño Gómez Morel. Y es en ese cuerpo donde acecha la sombra de una madre desmadrada que lo arrasada con todo.
La única alternativa de salir de ese desamparo brutal – posibilidad que “El Niño Proletario” jamás tuvo – será a través del Río. Aquí no hay masa de trabajadores unidos que puedan redimir a los explotados. Se trata del mundo del hampa – y esa ética – la que le dará una pertenencia, una conciencia grupal. “El Río sabe cuándo uno de los suyos está en peligro y acude sin que lo llamen ni le avisen. Se trata de luchar contra la Ciudad”.
Gómez Morel piensa, de este modo, a la literatura no como un modo de reconversión, es decir, de salvación: escribir en la cárcel para corregirse; sino más bien como una manera de perfeccionar su oficio de delincuente (El Mundo, el siguiente libro, es la muestra más contundente de eso). La escritura de Gómez Morel nace por fuera del imaginario burgués y seguirá así, en las orillas. Es decir, Gómez Morel escribe – y piensa a la escritura – como una forma de torcer el mundo.

El Río, Alfredo Gómez Morel. Tajamar Editores, Santiago de Chile, 2014.

Huellas del pasado