4.8.06

Al mar


Parece un Capitán. Tranquilo, mirando el mar. Parece, es lo primero que me nace, un Capitán en el borde de un muelle, por ejemplo, sentado entre cuerdas que amarran y liberan; un Capitán que ha laburado, que se ha ganado, por decirlo así, el pan; y ahora, sereno, espera el vaso de vino, la noche, el refugio, los cuentos inventados por algún fulano; espera el suave frío trepándole por la cara, después, cuando el mar, el viento del mar, otra vez, se le hunda en el cuerpo.
Estos tipos, Cacho, por ejemplo, a mí, me han enseñado a escribir. Me han dicho, sin decir, lo que es la literatura. No hay Facultad que pueda enseñarme, lo que Cacho, o los tipos como Cacho, ese silencio doloroso aguantado en un rincón del Desarmadero de Porra; ese silencio de domingo al mediodía; la bicicleta junto al poste de luz; el broche en la botamanga; la piel, inexorablemente, hundiéndose, entre los pómulos; esa soledad larga, de fin del mundo: hasta que un día, de cualquier manera, no importa la forma, alguien deja caer, entre el fárrago de voces y de imágenes fugaces: “¿Cacho?, Cacho hace rato que murió.” Y entonces empieza otra historia, ésta, la que cuento, o la que narra la foto, prolongándose más allá del cuerpo de Cacho. Y entonces Cacho no limpia terrenos, ni se emborracha con un vino rancio; Cacho, ahora, es Capitán, y contempla el mar, tranquilo. Cacho se deja crecer, despacio, al ritmo de las barcazas que entran y salen del muelle, en el fondo de los ojos, como una luz, una zona mítica, lustrosa, que tiene el empecinamiento de la mugre debajo de las uñas. Cacho y el mar, por ejemplo. Cacho y un viaje largo, definitivo, ahí, entre las fisuras del horizonte.

Huellas del pasado