18.7.07

El reloj

Hernán Ronsino.

El relojero dice: “ya está, arreglado”. El viejo se lleva el reloj a la oreja, y después de escuchar un rato dice: “no, no”. Le pasa el reloj, otra vez, al relojero que se pone el reloj en la oreja y confirma, entonces, que sí, que el reloj funciona. El relojero, un poco más alterado, le coloca el reloj al viejo en la oreja derecha. “No, no, murmura, el viejo, en ésa no”, y se coloca, él, el reloj en la oreja izquierda. Escucha, escuchamos todos a esta altura, esperamos la confirmación. El relojero se ha puesto tenso, controla cada movimiento del viejo, espera el “sí, perfecto”, pero la cara del viejo vuelve a poner difíciles las cosas. El viejo dice que no, que no escucha ningún ruidito, que antes se escuchaba bien claro el tic tac, pero ahora no. El relojero menos diplomático vuelve a probar, confirma, dice: señor (dice “señor”, el relojero, impaciente): "escuche, por favor, anda, el reloj anda”. Una vez más, el viejo comprueba, poniéndose el reloj en la oreja izquierda, como si fuera una radio, y basta tan sólo con ese movimiento insatisfecho de cabeza para que, bruscamente, el relojero me mire, diga: “joven, usted que escucha bien, vea”. Me estira el reloj. Es un despertador que tiene setenta años, enchapado en oro, y que se pliega. Me pongo el reloj en la oreja, y los miro a los dos: el relojero espera, molesto, el viejo me mira desconfiado. Escucho un suave tic tac, que crece, lento, que encierra un mundo secreto: el corazón de la siesta, pienso, el refugio de los silencios. Entonces digo: “Anda”. Y el viejo guarda el reloj en el bolsillo del sobretodo. Y sale.

12.7.07

En un bar

La nieve parece caspa, dice el nene que toma el cafe con leche, y moja una medialuna y está sentado encima de sus piernas dobladas, en esa mesa pegada al ventanal, en la que siempre me siento yo, y ahora, está ocupada por esa familia que mira de qué manera, afuera, cae nieve en Buenos Aires.
Por eso estoy aca, sentado en esta otra mesa, incomoda, junto a la puerta del baño que está cerrada.
El matrimonio mira al hijo, y no dice nada. El hijo, moja la medialuna y murmura, con la boca llena, que parece caspa, la nieve parece caspa.
El hombre del matrimonio, que mira a su hijo mojar la medialuna y murmurar, además, que afuera la ciudad se ha enloquecido, se para bruscamente y se mete en el baño.
Yo le veo las lágrimas, porque pasa cerca de mi mesa, que en realidad no es la mesa que elijo siempre, sino la unica opcion que me ha quedado.
La mujer del matrimonio se tapa la cara con las manos. El hijo del matrimonio sigue contemplando el temporal, ajeno, murmura sonidos. La madre, de vez en cuando, le hace saber que sigue allí, estimula ese encanto que el chico siente, mientras muerde esa interminable medialuna, y mira la calle, la caspa que cae en la ciudad helada.
El hombre del matrimonio sale del baño. Recompuesto, busca a la moza y paga.
El hijo del matrimonio empieza a dibujar en el ventanal empañado - a través del cual miro siempre la calle, los rostros, las historias por venir -, una casa, esas tipicas casas que dibujan los chicos, un rancho, podria decirse, con techo a dos aguas y una chimenea, que hecha humo, de alguna comida que se prepara, y una ventana, prolija, con cortinas atadas.
El hombre del matrimonio, despues de pagar, sale, serio y contenido, del bar.
Ver al hombre del matrimonio saliendo, serio y contenido del bar, nos conmueve: a la mujer del matrimonio, a la moza que aun sostiene el billete de cincuenta pesos que el hombre le ha dado, y, es claro, a mí.
El chico termina la casa, y ve, al terminar la casa, que su padre se pierde detrás del humo de esa chimenea, y desaparece cubierto por esa abundante y extraña caspa que cubre a la ciudad.
Lunes, 9 de Julio.

Huellas del pasado