30.9.12

Bitácora FILBA 2012




Asomé el cuello por la ventana del tren para
impregnarme de todo lo que habla de viajes (…)
No más que seis vagones atravesando la noche,
en cada uno de ellos viaja un fantasma (…)
Tristeza de trenes, negrura ancha de las máquinas en desuso que tanto tienen de vapor y sereno.
“Amanda desde siempre”.
Alberto Muñoz.
Hay que decir algo, entonces, de los trenes. Decir algo que resuene. Como un traqueteo. O como un anuncio. Para entenderlo. Porque sin los trenes el barrio de Liniers no se entiende. Sin la vía que parte al medio a la ciudad. Y que partió al medio, antes, a la pampa. Esta línea oeste que fue la primera que se hundió en el desierto sobre un camino desmalezado por el Ejército Grande. Sarmiento estaba ahí, como boletinero. Escribía lo que pasaba en el Ejército Grande que avanzaba, irremediable, hacia Palermo. Ahí estaba Sarmiento acercándose a Rosas. Tantas veces lo había imaginado. En Chile. En sus escritos como Viajero. Y ahora no sólo estaba en la pampa –en esa extensión que era un mal– sino también estaba acechando al hombre que encarnaba el mal. Rosas, el salvaje, el que había clavado el puñal de la barbarie en la culta Buenos Aires. Ese Ejército, entonces, que triunfa en Caseros liberará las fuerzas del progreso. Las vías que parten al medio a la ciudad y antes a la pampa son un símbolo de esa idea de Progreso. Muchos años después Perón le pondrá el nombre del sanjuanino a la línea oeste. El Sarmiento, como se lo llama todavía, sale de Once. El nombre de la estación recuerda la revolución del 11 de septiembre de 1852 cuando Buenos Aires se levanta contra Urquiza y se separa del resto del país por diez años. El sueño de Buenos Aires se hace realidad por esos tiempos. Luego, como es evidente, ese deseo se sublima en la metáfora de la cabeza de Goliat. Por lo tanto, el 11 de septiembre no recuerda la fecha de la muerte de Sarmiento sino a esa revolución. El azar en la historia, parafraseando a Cortázar, a veces, confunde muy bien las cosas.
Entonces hay que hablar de los trenes para entender la frontera que se levanta frente al Conurbano, frente a la Provincia bárbara y peligrosa. Liniers es una frontera trazada por las vías del Sarmiento y la avenida General Paz. Se trata de un límite simbólico pero, también, poderosamente trágico entre un adentro y un afuera. Esa leyenda aún se lee en algunas estaciones de la ciudad. “Trenes hacia adentro o trenes hacia afuera”. La metáfora del desierto continúa operando, ahora, entre la muralla que lleva el nombre del manco Paz, el General de la civilización y ese Conurbano oscuro, desindustrializado, violento.
Una semana después de la tragedia de Once, donde murieron 52 personas, tomé el tren en Caballito y viajé hasta Liniers. La formación era nueva. Tenía dos pisos y televisores en distintos lugares. Un poco para disimular, tal vez, la escenografía decadente que ocasionó el horror. Los televisores transmitían partidos de fútbol. Y los pocos que viajaban miraban por las ventanillas, silenciosos, tomados por un bamboleo intenso. En un momento, mientras el tren recorría los trasfondos de Flores y Floresta, descubrí en una de las pantallas la imagen de Lucas Menghini, el último de los pasajeros encontrados sin vida entre los fierros de dos vagones, dos días después del accidente. Se trataba de un clip que recordaba a Lucas y a las demás víctimas del choque. Me impresionó ver, en un televisor del tren Sarmiento, un homenaje a los que habían muerto en ese mismo tren. Un rato antes de terminar el clip aparecieron en el vagón dos tipos con unas guitarras. Se instalaron con presencia en el medio del coche, bamboleante, y al grito de “Buenas tardes” se pusieron a tocar. Empezaron a convivir, en ese instante, las últimas imágenes de la tragedia con el rasguido desalineado de una chacarera. Mucho después comencé a pensar que ahí, en esa tensión entre la tragedia y lo festivo, se puede estar definiendo la estética que atraviesa al Sarmiento y que se desparrama, después, cuando uno desciende en la frontera, en ese cruce entre el adentro y el afuera que es el barrio de Liniers. Por eso la idea del cruce está presente todo el tiempo: en los carteles, en la lengua que organiza la vida cotidiana del barrio, en el caos de la superposición. Por ejemplo: uno cruza las vías, cruza a la provincia o se cruza con una mirada filosa que mira sin ver. Siempre, en definitiva, se está cruzando un límite. La iglesia de San Cayetano es el último bastión, un refugio de ese sincretismo: las banderas de los países de América latina que rodean el interior del templo lo demuestran. Es en esa idea de cruce donde aparece resumida la vitalidad de una cultura latinoamericana, una cultura que respira en los rincones de Buenos Aires como un enigma, acechando, una y otra vez, como acecha el espectro del Conurbano a la culta Buenos Aires. Tal vez por eso, hoy, la culta Buenos Aires (indignada por la barbarie interminable que reaparece, muta y la atormenta a lo largo de la historia) resiste y se defiende de semejante inseguridad con el chirrido de sus cacerolas.

Dice Alberto Muñoz:
“Asomé el cuello por la ventana del tren para
impregnarme de todo lo que habla de viajes (…)
No más que seis vagones atravesando la noche,
en cada uno de ellos viaja un fantasma”.


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