Buenos Aires, diciembre de 1939.
Chivilcoy es un desierto – con 60.000 habitantes; funny he? – donde se vive, y se habla, y se camina; y se rabia dentro de la más absoluta inconsciencia; involuntaria por parte de casi todos los moradores del pueblo, y voluntariamente decidida por mí. Yo tengo un miedo que no sé si usted ha sentido alguna vez: el miedo a convertirse en pueblero. ¿No ha advertido - ¡cómo no!- la espantosa mediocridad espiritual que caracteriza al habitante “standard” de cualquier ciudad chica? A veces me sorprendo a mí mismo en pequeños gestos, en mínimas actitudes que delatan una influencia de ese medio; y me aterro. Siento que me rodea el vacío, que cualquier cosa es preferible a caer en ese pozo vegetativo que es un Chivilcoy, un Bolívar… Aún aquellos que leen, que tienen inquietudes, que comprenden algo, no pueden huir del clima emponzoñado del ambiente. ¡Y esto es la Argentina! (No, no; la Argentina es Buenos Aires, y luego el paisaje; una gran ciudad, y muchos maravillosos paisajes repartidos en los cuatro vientos; nada más…)
Los atardecer de Chivilcoy me han sorprendido más de una vez compitiendo con Hoagy Carmichael.
Julio Denis
Chivilcoy, 22 de mayo de 1943.
Chivilcoy, inmutable, enfrenta las estrellas y las estaciones con invariable firmeza, cuidando de no mover un solo músculo de su severo rostro, ni desordenar en lo más mínimo los pliegues de su vestido. Así, de una manera un tanto homérica, permanece el apacible pueblo con sus numerosos ganados circunvecinos, sus preclaras gentes que comercian y dan vueltas a la plaza (debí decir “ágora”, perdón), y el majestuoso despoblado de sus calles, que la sombra de venerables plátanos flanquea y ornamenta. Yérguense en sus márgenes las estructuras imponentes del Colegio Nacional y de la Escuela Normal, en la cual última (como diría Cervantes) pasea este amigo la majestad de su toga profesoral y el aburrimiento de varios cursos de historia y geografía, ciencias malignas y retóricas.
Julio Denis
Mendoza, 29 de julio de 1944.
Mis últimas semanas en Chivilcoy (hasta el 4 de julio, también para mí día de la independencia) fueron harto penosas. Los grupos nacionalistas locales me lanzaron una bruloteada salvaje, y cierta vez que volvía yo inocentemente como de costumbre a hacerme cargo de mis cursos, amigos fieles me avisaron que se me acusaba (“voz populi”) de los siguientes graves delitos: a) escaso fervor gubernista; b) comunismo; c) ateísmo. ¿Fundamentos? De a): que mis clases alusivas a la revolución (tuve que dictar tres) habían sido altamente frías, llenas de reticencias y reservas; de b) quien incurre en a) entonces es b); de c): en ocasión de la visita del obispo de Mercedes a la Escuela Normal, yo había sido el único profesor – sobre 25 más o menos – que no besé el anillo del Monseñor (¡prueba irrefutable!). Juntando ahora los términos a), b), c) John Dillinger resultaba un ángel al lado mío.
Julio Cortázar.
Fragmentos de Cartas de Julio Cortázar, en Cartas desconocidas de Julio Cortázar, Mignon Domínguez. Sudamericana, Buenos Aires, 1992.
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1 comentario:
No sé cómo será Chivilcoy. Tal vez un día me invites y me saque la intriga. Pero yo llegué recién del Norte. Salta y Jujuy. Vengo empapado de horarios con siestas, soles de atardeceres que invitan a la cerveza y noches largas y frescas en días de semana. Algo de lentitud pacificadora. Me resisto a entrar en el ritmo de la ciudad. Seguiré resistiendo tanto como pueda, pero el dragón de las urbes va despertando dentro de mí. Búsqueme amigo. Quizás juntos podríamos mandar a dormir al monstruo aunque más no sea por un rato.
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