30.9.24

Una poética de la educación

 


por Hernán Ronsino.

Byung Chul Han, el filósofo coreano, dice que toda narración crea comunidad. Que narrar teje una trama comunitaria. Pese a esto, desde hace un tiempo, la figura del narrador, como lo anticipaba Benjamin, va perdiendo lugar poco a poco en nuestra sociedad de la información. Ya no se transmiten historias de manera oral, lo que nos transmitimos cuando nos encontramos con otros es información. Si la narración teje comunidad, la información en cambio genera un interés utilitario, una lógica de consumo. Esta tensión entre narración e información, me parece central para pensar la cuestión educativa hoy en día.

Me formé en la educación pública: desde el jardín número 1, pasando por la escuela 7, el comercial, la UBA. Sin la educación pública no hubiera podido llegar a una carrera. En esa época había que irse para poder estudiar. No existía el CUCH ni las carreras que hoy existen en Chivilcoy. Partir era irremediable. La educación pública me allano el camino para que pudiera elegir. Este año voy a cumplir 18 años como docente de la UBA. Soy el primero de mi familia en tener un título universitario. Vengo de una familiar de muchas generaciones de campesinos y obreros. Y yo soy el primer universitario. ¿Por qué? ¿Tuve mucha suerte? No. La educación pública funcionó durante décadas como una política de estado, como un trampolín de ascenso social, de progreso. Sin la educación pública yo no hubiera podido estar hoy acá. Desde ese lugar voy a hablar hoy.

 

Después de la pandemia, cuando retomamos las clases presenciales en la universidad, comencé a percibir poco a poco una serie de opiniones que antes nunca había escuchado. Por ejemplo, en aulas con estudiantes que eran oriundos de países latinoamericanos algún alumno argentino largaba sin pudor que los extranjeros tenían que pagar para estar en la universidad. Ese discurso se fue encadenando y con otros. Como por ejemplo que no existe la brecha de género en el mercado laboral. O por dar un ejemplo mucho más reciente, en este comienzo de año con la incertidumbre del funcionamiento de la universidad y los recortes salariales, un alumno me dijo que la UBA había derrochado muchos recursos en todos estos años y era el momento de tener que recortar. Es decir, los discursos que cuestionan la educación pública no solo vienen de sectores abiertamente enfrentados con lo público, sino que han encarnado incluso en alumnos que gozan del derecho que les ofrece el Estado y lo que supone la educación pública. Es decir, el peor cuestionamiento es el que viene desde ahí. Esas interrogaciones me generaron una profunda preocupación. Por muchos motivos. Pero había en todo eso, hay en todo eso, sin duda, un gran síntoma de época, un malestar que se refleja en esa contradicción, pedir la destrucción de lo público estando en lo público. Ese síntoma pierde de vista el concepto de derecho, lo que significa un derecho y ese concepto empieza a ser horadado por otro, el del interés. Esto quedó bien claro cuando le pregunté por qué estudiaba en la UBA.  Le pregunte por qué estudiaba en la UBA. Me dijo porque era prestigiosa. ¿Y si tuvieras que pagar como en Chile? No supo responderme porque no sabía cómo era el sistema en Chile. Le expliqué que en Chile funcionan dos formas de cepo educativo. El primero es el examen que se hace una vez que se termina el secundario, la PSU. Todos los estudiantes realizan una gran prueba que da un puntaje. De acuerdo al puntaje que sacas vas a poder acceder a la universidad que querés estudiar o no. Porque hay cupos por carrera. Pero luego del examen uno se encuentra con otro cepo. Y es que no importa el puntaje que hayas sacado, todos por igual tienen que pagar. Y según las carreras el pago. Derecho en la U de Chile, por ejemplo, se pagan 600 dólares por mes. Ingeniería, por ejemplo, 800 dólares. Algunos estaban sorprendidos por los montos. Entonces junto con esa preocupación que me surgió de escuchar a los alumnos, me apareció la pregunta de cómo intervenir como docentes en el aula. Siento que estamos atravesando un momento en donde los derechos no son percibidos como derechos. Ese alumno que me dijo que estaba en la UBA porque no se pagaba pero que le pedía a la UBA que se achicara en sus gastos no solo no estaba pensando en su derecho a estudiar en la universidad pública y gratuita sino que está ahí por un interés: ir a la UBA es barato y prestigiosa. Le convenía con la misma lógica del que compra dólares oficiales y los vende en el blue.





Hace poco descubrí un libro que salió publicado originalmente en 2020 y que me está ayudando mucho para poder entender no solo nuestro presente, también el estado del mundo occidental. Se llama La época de las pasiones tristes, del sociólogo francés Francois Dubet. Dubet es un especialista en estudiar las desigualdades, cómo se sostienen en el tiempo, cómo cambian y encuentran formas que las legitiman. Dubet plantea en su libro que se ha ido configurando en los últimos años un nuevo régimen de desigualdad, un régimen que desplaza el conocido régimen de desigualdad industrial, basado en la lucha de clases, por un régimen que llama de desigualdades múltiples. En este nuevo régimen no desaparece, obviamente, la desigualdad de clase sino lo que comienza a prevalecer son las percepciones de otras desigualdades que despiertan el sentimiento de injusticia, la rabia, las pasiones tristes. Ya no se piensa en una dicotomía clase burguesa/obreros, sino lo que comienza a percibirse con fuerza es una desigualdad desperdigada entre pares. El burgués está lejos, no nos cruzamos con esa burbuja en la que vive, más bien nuestros pares comienzan a ser percibidos como nuestros rivales, rompiéndose así un tipo de lazo de solidaridad, una posible forma de comunidad. La dicotomía se presenta entre los trabajadores formales y los informales, entre los nativos y los migrantes, entre los hombres y las mujeres. De esta manera, en una sociedad con derechos no satisfechos, precarizada, el portador de un derecho es percibido como un privilegiado. Es en ese entramado de desigualdades múltiples donde hizo mella el discurso de Milei. Y el concepto de casta prende como el pasto seco. Porque el sentido del concepto de casta, ambiguo, diverso, encaja para cualquiera de las desigualdades múltiples que podamos percibir: el conicet, las universidades, los planeros. Todo lo que es un derecho es percibido como privilegio y como curro para un semejante que viene siendo excluido desde hace tiempo. Y al que no se le garantiza ni un buen transporte ni un buen sueldo, es decir, una vida digna (el último peronismo no supo garantizarle a los trabajadores una vida digna). La imagen de los trabajadores de rapi votando a Milei es la mejor síntesis de lo que plantea Dubet. El problema es grande, el piso esta desfondado. ¿Qué se puede hacer desde el aula? La gran pregunta, el gran desafío es cómo hablar en el aula, como gambetear el desánimo, la falta de interés, la falta de lectura y cómo sacar de cada alumno sus pasiones alegres. Ese es el gran desafío: o la educación la pensamos como un derecho o nos corroe, irremediable, en la trama de nuestra comunidad, el interés más obsceno.



En medio de este panorama vengo a plantear que hoy más que nunca como docentes no dejemos de poner en práctica una poética de la educación. Voy a dar algunos ejemplos para que quede claro a que me refiero con eso. Mi hija va a tercer grado de una buena escuela pública de la ciudad de Buenos Aires. Me contó hace unos días algunos ejercicios que hacían para la materia esi. Y en un momento de silencio me preguntó: Papá, ¿qué significa esi? Con la amigas hacían chistes con esa palabra porque se les presentaba como un misterio. Es decir, la maestra dio tan por sentada esa palabra que sus alumnos nunca pudieron poner en contexto el nombre de la materia con el ejercicio que tenían que hacer. En verdad nunca entendieron por qué tenían que hacer esi ejercicio. Así era el chiste que hacían ellas. Pensaba, ¿tal vez a la maestra le daba pudor decir educación sexual integral? ¿Que aparezca en escena la palabra sexual? A veces las formas de construir olvido son sutiles. Pero muy potentes. Como sostienen Dussel y Filmus: hay tres formas de llegar al olvido en el proceso de enseñanza y aprendizaje. El primero es el vacío curricular, es decir, obviar tratar un tema, su ausencia en el trabajo en el aula. Pero también se puede llegar al olvido enseñando los temas en el aula. Enseñando de manera mecánica, repetitiva los temas, es decir, haciendo que los chicos estudien de memoria. De esta manera, por ejemplo, en materias de sociales o de historia el pasado es algo lejano del presente, no hay ninguna conexión entre lo que pasó y lo que pasa. El tercer punto tiene que ver con el legado incuestionable. Esta es la típica estructura de la enseñanza de principios del sistema educativo nacional donde el docente es el portador de un saber que debe transmitirle al alumno, que no sabe nada, por lo tanto todo lo que transmite el docente es palabra santa y no puede ni siquiera ponerse en duda. El alumno no tiene voz, solo incorpora lo que el docente le brinda. Allí no hay dialogo entre docente y alumno, hay obediencia. Por lo tanto se puede llegar al olvido incluso cumpliendo con la pauta de temas que hay que dar en las aulas. Entonces resalto las tres formas de llegar al olvido: el vacío curricular, la memoria de memoria y el legado incuestionable.

 

Otro ejemplo que quiero contar tiene que ver ahora con las formas de escuchar la palabra de los alumnos. Lo que voy a contar me sucedió  en una escuela en el estado de Jalisco, en México. Fui a la feria del libro de Guadalajara y entre las actividades que uno tiene que realizar está participar del Programa Ecos de la Fil, esto implica visitar escuelas del estado de Jalisco. Fui varias veces a Guadalajara y he visitado escuelas muy diversas, rurales, urbanas, humildes, más chetas, etc. Pero en una escuela de las afueras de Guadalajara paso algo que me impacto. Después de una larga charla con una docente sobre literatura y los procesos de escritura, pregunté a los alumnos si alguno escribía. Levantaron la mano dos chicas. Escribían poemas y una llevaba un diario íntimo. Y ningún chico, volví a preguntar. Ningún chico escribe. Y alguien levanto la mano en el fondo. Hubo una breve conmoción entre los docentes porque nadie esperaba que ese del fondo levantara la mano. De inmediato un maestro se acercó a él por las dudas. Era evidente que se trataba del alumno bardero y querían evitar algún tipo de boicot. Pero el pibe dijo que él escribía canciones. Le pregunté si se animaba a decirnos alguna. Se puso a rapear de inmediato y en un momento dijo algo que me pareció notable. En medio del rapeo y del desconcierto de los docentes, dijo: Cuando escribo todo es posible. Después, los docentes me llevaron a una sala donde había café y nos pusimos a charlar sobre lo que había ocurrido. Todos estaban sorprendidos porque no sabían que ese pibe cantaba o escribía canciones. Les dije: tienen un poeta muy bueno en el aula. Estaban desconcertados. Ahí está el otro punto: cómo hacer para no perder de vista al otro, para poder escucharlo, para romper el velo que también como docentes construimos sobre los alumnos y que muchas veces nos impide verlos, escucharlos, hacerlos sentir cómodos para que puedan contar y cantar sus canciones.

 

Entonces se imponen estas dos ideas: enseñar para no caer en el olvido y enseñar para escuchar y darle lugar a la potencia que trae el otro. Siempre trae una potencia transformadora el otro, siempre sabe algo que uno como docente desconoce: el otro también nos enseña. En ese ejercicio, de evitar el olvido y de habilitar la potencia del otro, está la poética que menciono en el título de esta charla, la poética de la educación que se parece, como dice Ranciere en El maestro ignorante, a un ejercicio de emancipación. Tenemos que ser narradores en el aula, no transmisores de información. La narración teje comunidad.



Para finalizar, quiero compartir un poema de Borges que aparece publicado en el libro La cifra, uno de los últimos de Borges. Es curiosa la forma en que llegué a ese poema. Hace 20 años trabajaba en una librería en el barrio de La Boca. En esa librería conocí a Pérsico, un poeta y pintor de caminito, que iba siempre a comprar cosas y se ponía a conversar. Lo que más le gustaba era contar su historia con Borges. En la década del setenta, Pérsico además de taxista era muy peronista, decía, y una vez se subió a su taxi Borges. Y la reacción que tuvo, después de increparlo por ser tan gorila, fue que se bajara del taxi. Muchos años después, Pérsico cae enfermo en un hospital. Tiene una larga recuperación y lo único que tiene a mano para aguantar son libros. Entre ellos estaba Borges, al principio lo postergaba en la pila, lo evitaba. Hasta un día abrió al azar el libro la cifra y se encontró con el poema que ahora les voy a leer. Y lo que le pasó a Pérsico fue una conmoción. Lo derrumbó, lo metió para siempre en el mundo Borgeano. Después de eso no paro de leer a Borges. Cada vez que venía a la librería siempre decía lo mismo: Pibe, el viejo me salvó la vida. Y mientras decía eso también se le veía en su mirada el remordimiento que llevaba por haberlo hecho bajar del taxi. Al hombre que le salvo la vida, lo había echado de su taxi. El poema que le cambio la vida a Pérsico se llama Los justos. 

 

Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.

El que agradece que en la tierra haya música.

El que descubre con placer una etimología.

Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.

El ceramista que premedita un color y una forma.

Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.

Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.

El que acaricia a un animal dormido.

El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.

El que agradece que en la tierra haya Stevenson.

El que prefiere que los otros tengan razón.

Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.

 

Como se habrá observado, la trascendencia en este poema pasa por los pequeños detalles, por valorar el gesto invisible que sostiene una idea de justicia. Los justos son aquellos que agradecen y le dan valor a la belleza simple del mundo. Podríamos agregar a esa lista de justos, el trabajo silencioso y apasionado que hacen  los docentes de todos los rincones por pelear contra el olvido y hacer posible que el otro brille (a pesar de las condiciones laborales, de los salarios, de los funcionarios de turno). Ahí, en ese equilibrio, evitar el olvido (para transmitir la conciencia de un derecho) y darle voz al otro (para abrir el diálogo y el debate), en ese equilibrio hay una poética, una narración que la educación no puede perder, al contrario, debemos cultivar, como dice Borges, con la paciencia y la pasión con la que se cultiva un jardín.


Conferencia de apertura de las VI Jornadas Regionales para la Educación Pública. 23 de septiembre. Escuela Normal. Chivilcoy.

Fotos: Agustín Manavella.

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