Walter Scott emprende un viaje alrededor de Escocia en 1814 a bordo delPharos y lo registra todo en un diario de viaje. Será, como dice Pablo Soler Frost en el prólogo del libro que lleva el mismo nombre que el barco, uno de los últimos viajes al estilo antiguo antes de que surja la figura del turismo. El siglo XIX cambiará para siempre el sentido clásico del viaje. A partir de ahora la naturaleza, la presencia de la tecnología y la idea de aventura mutarán de un modo radical. El turismo será la manera controlada y mercantil de acceder a lo exótico o de hacer del viaje algo más o menos carente de riesgo. Pero el viaje de Scott es previo a esos cambios, a esa grieta.
El Pharos zarpa del puerto de Leith en la tarde del 29 de julio de 1814. Lleva seis cañones y diez tripulantes. El encargado de la expedición es sir Stevenson, “un hombre muy cortés y modesto”. Stevenson será el abuelo de Robert Louis y es quien invita a Scott a participar de la expedición. La expedición tiene por objetivo fundar fuertes y emplazar faros en las irregulares costas de Escocia. Faros que alumbren en la noche. Que marquen el destino de las navegaciones. Scott será un testigo privilegiado. El viaje durará casi dos meses y los mareos, en los primeros días, serán una constante. Se trata, tal cuál lo define Scott, de “un viaje errático tan distinto del tedio de un viaje normal”. La escritura del diario se va tejiendo, se podría decir, con dos agujas. La descripción, detallada y minuciosa, del espacio, del entorno, de los puertos y los poblados que van viendo a medida que avanza la navegación. Y, por otro lado, el registro que aparece cuando la tripulación o el mismo Scott entran en contacto con los habitantes de la zona. Es ahí, en ese momento de hospedaje y de intimidad, donde surge la camaradería, la narración oral, la leyenda.
En Shethand, por ejemplo, se cuentan, entre los pescadores, algunas historias o supersticiones que vienen del mar. “La peor de todas”, dice Scott, es esa que dice “que aquel que salve a un hombre de ahogarse recibirá de sus manos una injuria o una felonía”. Salvar a alguien o a una embarcación que sucumba en el mar es enfrentar el riesgo del saqueo, de la invasión de piratas. El otro se vuelve una amenaza. Por eso mismo frente a un naufragio, los isleños de la zona –que también padecen el mar– contemplan en silencio cómo los tripulantes, desesperados, se hunden irremediablemente. Y no hacen nada. Porque hacer algo es abrirle las puertas al peligro.
El diario de Scott también enhebra el movimiento que supone todo viaje con el arraigo y la fijeza de la escritura. Podríamos decir que escribir es la combinación justa, el equilibrio exacto entre esas dos variables. La tripulación del Pharos tardó cerca de veinte días, después de haber zarpado, en encontrar ese equilibrio. “No hay mareos, comenzamos a hacernos marineros”, escribe Scott. Dejar de sentir el mar como malestar, incorporarlo como movimiento cotidiano los estabiliza, los hace hombres de mar. El pulso de la escritura se acompasa, se sincroniza con los embates del agua. Se trata, entonces, de sentir en el cuerpo el mar y de escribir con la cadencia de su respiración.