Afinidades electivas,
Por Beatriz Sarlo,
en Ficciones argentinas, Mar Dulce Editora.
El narrador fue testigo casi involuntario de la muerte violenta de su mujer a quien encontró, bajo la ducha, con su hijo. Ocultó esa muerte, dijo que ella lo había abandonado y enterró el cadáver en la quinta donde vivían. Este episodio, que rearticula todo, no tiene una anticipación en las 128 páginas anteriores. La mujer, violada o amante (incestuosa), ha muerto cuando empieza La descomposición pero no se dice nada hasta esas páginas finales, excepto un indicio, al comienzo: “Ya es tiempo de levantar este luto”. Sería fácil señalar que Hernán Ronsino eligió un narrador que calla la escena crucial porque busca tensar el suspenso; o que ese narrador, dispuesto a levantar el luto, no recuerda la muerte hasta el final de la novela. Sin una anticipación fuerte, la idea de suspenso queda descartada, porque el lector no espera lo que nada le indica que va a suceder, ni desea saber más sobre un hecho que ignora. Por otra parte, esta no es una novela de suspenso que necesite de un golpe de efecto para poder terminar. Relato difícil, no por su escritura, sino por la disposición de sus fragmentos y por el modo en que se articula o se difiere lo que, finalmente, se narra.
Soy consciente de que estas observaciones no son las habituales en la crítica literaria contemporánea, que no juzga de buen tono hablar así de la construcción de un relato. Sin embargo, para poder contestar por qué la novela de Ronsino no funciona del todo, pese a que sus episodios están armados o desarmados con precisión, hay que señalar esa sustracción del cadáver que la novela desplaza hasta el final. El narrador parece recorrer libremente sus recuerdos, pero oculta un acontecimiento crucial que todavía ni ha llegado a coagularse en el tiempo. Y lo revela, como en el más clásico cuento, con un giro precipitado en el desenlace. No ha recurrido a esa estrategia reticente para contar que, en una cacería, el narrador, entonces un chico de ocho años, mató accidentalmente a uno de los cazadores.
Ronsino quiso que volviéramos a leer la novela: lo que se revela en el desenlace obliga a empezar de nuevo para comprobar si en algún momento salteamos esa anticipación que hubiera vuelto al desenlace menos sorpresivo. Es cierto que, en el comienzo, hay una llamada de teléfono, pero resulta tan enigmática para el lector como para el amigo del narrador que la recibe, y ambos la olvidan. No sabemos qué hacer con esa llamada. Sólo en el final, como si se tratara de una novela policial (que no es), la llamada de teléfono se ordena en una línea de sentido.
La relectura, obligada por la decisión de ocultar algo importante, le da a la novela una segunda oportunidad. Salvo en el caso radical de las vanguardias históricas, el fragmentarismo o la recurrencia son formas de dislocar el curso lineal de la narración y no permitir su ajuste a un tiempo que vaya en línea recta del pasado más lejano hasta el más próximo o hasta el mismo presente. Estos cortes y reordenamientos del tiempo son una necesidad o una forma de la anécdota que se sustrae y se muestra, se corta y se prolonga más lejos, una especie de parpadeo como si los “hechos” se iluminaran de modo intermitente o afloraran para esconderse. Entre fragmento y fragmento no hay vacío, sino elipsis.
En La descomposición un cierto fragmentarismo es necesario porque hay dos líneas narrativas que tienen peso diferente. Una se desarrolla en el presente durante la noche donde dos amigos comen un asado, y uno de ellos sigue despierto deambulando, cuando el otro ya se ha ido; la otra, que transcurre en el pasado, cincuenta años antes, treinta años antes, veinte años antes, concierne al narrador y a una pequeña sociedad de amigos en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Es indispensable que ambas líneas de tiempo se intersecten porque la noche del asado (que transcurre en el presente) necesita la densidad pretérita de esa amistad entre hombres que se conocen porque se han cruzado en aquel otro tiempo.
La pregunta no es, entonces, sobre esa trama de dos tiempos, sino sobre una elección de Ronsino: dar, en cada fragmento, hechos lo más sesgados que sea posible, incompletos; hacer que la actividad de encadenar y de presuponer sea una obligación de la lectura. Narrar bien, incluso muy bien, pero con dilaciones y desvíos, evitando que el impulso de la materia narrada (su interés) se lleve por delante la voluntad de fragmentar. En este sentido,La descomposición responde a su título: destruye deliberadamente la continuidad hasta descomponer la materia misma de la que está hecha.
Parecerá curioso, pero esta fragmentación del relato no traspasa a la frase, que es tersa y nítida. El narrador es un periodista, un hombre culto, que discurre como alguien que ha leído a Saer (cita franca aunque sin mención del título de El limonero real). Me sorprendió el aire saeriano de la novela, en un momento en que creí que nadie de 32 años, como Ronsino, podía escribir de modo tan explícito, pero a la vez tan interesante y arriesgado, a partir de Saer. Es más, esta novela es a Saer como los cuentos borgeanos de En la zona son a Borges: un punto de partida que luego se diluye pero que, una vez encontrada la propia voz, la propia manera, permanece como una fundación geológica secreta. En esa base, un fractal es Piglia, en dos momentos que tienen mucho de esas síntesis demasiado coincidentes de la historia personal con la pública: un grupo de nazis al que perteneció el padre del narrador; y el paso fugaz pero reiterado de un Polaco que pregunta si ha llegado a Tandil y, de regreso a Europa, escribe un diario.
En La descomposición esa base geológica todavía emerge como lados de un prisma que se ha roto, pero cuyas superficies astilladas siguen visibles: la sociedad de amigos de un pueblo de provincia, el carácter intelectual de las conversaciones (entre cuyos temas, un debate sobre realidad, historia y ficción), los malentendidos y las peleas, el trabajo en el diario del pueblo, los paseos insensatos (literalmente insensatos porque se trata de acompañar a uno de ellos que enloqueció), los artículos que se escriben y lo que se discute en el bar del pueblo o en medio del campo, la lejanía de las mujeres y la centralidad del paisaje, que Ronsino trabaja de modo impactante. La novela, tanto como la descomposición de los personajes, muestra la de un espacio que antes (en el recuerdo) era orgánico, con sus edificios, sus estaciones de tren, sus confiterías, sus lagunas, sus montes. Ese paisaje se ha degradado en ruina o en basura.
Ronsino tiene la sensibilidad para escribir las materias en putrefacción, incluso la carne podrida de los hombres y los animales, las dificultades del movimiento, los bamboleos y las vacilaciones, las reticencias de los cuerpos. También tiene la sensibilidad de las horas: atardeceres, luces que caen, brillos, densidades oscuras, tormentas nocturnas. Le gusta escribir esto y el saerismo no es la maldición de alguien que no ha seguido las modas que le corresponderían por edad (excepto que se piense que la edad es una cárcel de corta duración), sino una afinidad electiva. Saer joven estudió una forma de ver en Juan L. Ortiz, y Ronsino, en Saer.
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